sábado, julio 02, 2005

Pierrot le Fou












Recuerdo, cuando chico, haber sido un admirador profesional. Casi todas las cosas que me gustaban, las admiraba al mismo tiempo. Admiraba a los rockeros, a los amigos inteligentes, al protagonista de “The catcher in the rye”, a mi hermano grande y a cuanto héroe de cine había por ahí. Lo mejor era que admiraba sin preocupación por lo que pensaran los demás. La admiración me confería una suerte de dignidad, me entregaba a ella sin dudas ni vergüenzas. Reinventaba constantemente a mis héroes, y al no poder ser como ellos, me producían una mezcla perfecta entre alegría y pena. A través de ellos, admiraba y contemplaba. Había.

En nuestros días, ¿a quiénes o qué admiramos? Dicen que cada época tiene los héroes que se merece. Lo cierto, sin embargo, es que la admiración no está de moda. Es una de esas palabras que hoy, con el solo hecho de nombrarla, escandaliza. Se asocia a fanatismos e idolatrías. Eso, probablemente, se explica por los tiempos que vivimos, individualistas y sin grandes maestros. La admiración va a contrapelo de un estilo de vida de “avanzada”, en el cual no habría que depender de nada ni de nadie, salvo de nuestra perfección. Hoy, pocos se atreven a vivir la admiración y nada aparece como digno de exaltación. Preferimos vivir prescindiendo de los demás, ubicándonos en zonas seguras, pero revocables. El ideal pasa a ser la autosuficiencia. Lo que nos interesa ya no es tanto cambiar el mundo, sino –como alguna vez oí- que el mundo no nos cambie a nosotros.

Pero, pensándolo bien, creo que la admiración es mucho más que una simple idealización. Implica una cercanía con lo que nos rodea, una toma de conciencia y un extrañarse con lo de afuera. Cuando admiramos, no podemos corrernos: tarde o temprano habrá que tomar partido, porque la admiración implica casi siempre alguna dosis de responsabilidad. Frente a lo admirado no podemos cerrar los ojos ni hacer un zapping; es como un compromiso sin retribuciones.

En la película Adaptation –2003- se dice al respecto algo que me gusta:que cuando uno tiene una pasión de verdad, algo a lo cual admirar, el mundo se vuelve más pequeño y manejable. Y no importa si tu pasión son las conchas de mar o regar maceteros secos, lo central es desprenderse de sí mismo. Eso, más o menos, me pasaba cuando niño. El mundo era del porte de mis admiraciones, ni más feo ni más lindo. El mundo era, esencialmente, una realidad susceptible de ser admirada.

Sí, ya lo sé. Esa pasión y admiración de la que habla la película y de la que he hablado yo, de pronto sólo existe en el cine y en nuestra mágica niñez. Pero como dice Jean-Luc Godard en Pierrot le Fou –1965-, por qué todo tiene que ser tan prosaico y no puede ser como en el cine. Por qué hay que endurecerse y, al mismo tiempo, perder la inocente admiración.

Como ven, la admiración sea quizás una nostalgia enfermiza y trasnochada, inmadura e idealista, adolescente y metafísica. Pero, ¿quién sabe? En una de esas todo un mundo se nos escapa de las manos cuando nos resistimos a la admiración.

Pido perdón por decir eso.
Ese “perdón” va en admiración a una gran amiga.