domingo, abril 30, 2006

Raul Ruiz

“La única condición para entender esta película, que es muy compleja para cualquiera, es ser chileno”.


Raúl Ruiz es chilote, y uno de los directores más prolíficos, difíciles y extraños del mundo. Su extensa filmografía transita por terrenos y formatos disímiles: digital, video, televisión, Hollywood, teatro, cine comedia y terror. Su obra ha sido tildada de filosófica y hermética, pero no podemos agotarla en eso. En buena medida el cine de Ruiz nace—desde sus tres tristes tigres—como una reflexión sobre el poder de la representación, como una revisión crítica del lenguaje y las formas narrativas tradicionales del cine. Por eso sus cintas sugieren otra cosa, un sentido o relato paralelo, se abren siempre más allá de los límites de la obra y trazan zonas insospechadas, oníricas y retorcidas, pero posibles, siempre imaginables.

La sensibilidad barroca de Ruiz lo hace un cineasta misterioso, poético, pero sobre todo irónico. Las películas de Ruiz, aún en su indescifrable estructura, perecen siempre la parodia de algo. Una parodia a la chilena, pícara, confusa y dispersa en su forma de mostrar las cosas. A esto se suma su obsesión por el habla chilena y sus incoherencias lingüísticas, sus fracturas. Ese chileno modo de hablar sin pensar lo que se dice, esa “capacidad que tienen los chilenos de ser tautológicos y contradictorios al mismo tiempo, lo que no deja ser una hazaña lógica”. Ese lugar del malentendido, de la autoironía, parece ser lo que Ruiz tiene a la vista al colocar su mirada sobre Chile de hoy. Y es justamente esa picardía la que altera la mirada del espectador y provoca la risa maliciosa y cómplice, que convierte a Cofralandes en una obra hoy imprescindible.

Cofralandes es como un acertijo. Son demasiadas cosas en una: una historia sobre Chile, una autobiografía espiritual e intelectual, una reflexión sobre el “ser-saje” criollo, una ensayo estético, un recitado nostálgico sobre el Chile que se fue, una acumulación de recuerdos y fantasías, una exposición de juegos verbales y narrativos; en fin, demasiadas pistas por encajar. Tal vez por eso el presupuesto de Ruiz en esta serie de impresiones sobre Chile, es que toda película es una posibilidad incompleta, insuficiente por si sola, pero susceptible de ser retomada y reinterpretada en otras historias. Desde el minuto en que hay alguien que dice “corten” y cierra una escena, sabemos que una película se constituye de fragmentos encadenados para formar un sentido. Pero parece que Ruiz no pone su atención en la orientación de ese sentido, sino en su desorientación, en los fragmentos de película que quedan flotando, abiertos a nuevas construcciones. Al espectador no se le indica un sentido, ni se señalan claramente los senderos a seguir. Cofralandes parece pues, un desafío al espectador a que combine las piezas y resuelva el acertijo.

No puede olvidarse, que no nos encontramos aquí con una película surrealista, sino con un documental, en el sentido más lúdico que permita el término. Un documental que no va en busca de una realidad dada, absoluta, sino de una realidad pudorosa, una realidad que gusta de ocultarse. Cofralandes muestra una realidad camuflada a través de vidrios empañados, de juegos de reflejos y desencajes, donde todo parece un descalce entre lo que vemos y lo que oímos, entre lo prometido y lo que se ve (de pronto creemos estar en Patronato y resultan ser las calles de Tokio) entre el enlace y el desenlace. En este juego, toda materia es significativa: un hombre cantando cueca, un trompo dibujando líneas en una cancha de arena, un inglés persiguiendo suicidios. No hay desechos, ni sobrantes pero sí un intento por hacer del relato algo improbable, algo que continuamente se nos escapa.

Ahora ¿por qué Ruiz optó por esta forma inconexa de mostrar Chile?. Cofralandes muestra un Chile que no puede acabarse en una sola versión, un país contradictorio, fantasioso, lúdico, lleno de mañas y ritos, de payas y chacoteo, un país que no termina nunca de hacerse. Un Chile como los chilenos, como el propio Ruiz, disperso, paradójico, con un particular sentido del humor.



Quizá la trampa de la filmografía de Ruiz sea tomársela demasiado en serio, con excesiva gravedad, cuando en realidad sus películas reflejan más la mente de un niño travieso que la de un académico. Ruiz trabaja con ese humor corrosivo pero poderosamente lúcido, con un lenguaje original, que desafía convenciones y lugares comunes, ofreciendo así un cine de resistencia dentro de los cánones actuales. Son estas características las que hacen de Ruiz un Autor por excelencia, que deja sus conflictos y obsesiones en la pantalla, que produce (y no re—produce ) a Chile en la pantalla. Por eso Cofralandes marca una importante diferencia dentro de la filmografía nacional.

Un mundo que se escapa de las manos

Recuerdo, cuando chico, haber sido un admirador profesional. Casi todas las cosas que me gustaban, las admiraba al mismo tiempo. Admiraba a los rockeros, a los amigos inteligentes, al protagonista de “The catcher in the rye” y a mi hermano grande. Lo mejor era que admiraba sin preocupación por lo que pensaran los demás. La admiración me confería una suerte de dignidad, me entregaba a ella sin dudas ni vergüenzas. Reinventaba constantemente a mis héroes, y al no poder ser como ellos, me producían una mezcla perfecta entre alegría y pena. A través de ellos, admiraba y contemplaba.

Dicen que cada época tiene los héroes que se merece. Lo cierto, sin embargo, es que la admiración no está de moda. Es una de esas palabras que hoy, con el solo hecho de nombrarla, escandaliza. Se asocia a fanatismos e idolatrías. Eso, probablemente, se explica por los tiempos que vivimos, individualistas y sin grandes maestros. La admiración va a contrapelo de un estilo de vida de “avanzada”, en el cual no habría que depender de nada ni de nadie, salvo de nuestra perfección. Hoy pocos se atreven a vivir la admiración y nada aparece como digno de exaltación. Preferimos vivir prescindiendo de los demás. El ideal pasa a ser la autosuficiencia. Lo que nos interesa ya no es tanto cambiar el mundo, sino –como alguna vez oí- que el mundo no nos cambie a nosotros.

Pero, pensándolo bien, creo que la admiración es mucho más que una simple idealización. Implica una cercanía con lo que nos rodea, una toma de conciencia y un extrañarse con lo de afuera. Cuando admiramos, no podemos corrernos: tarde o temprano habrá que tomar partido, porque la admiración implica casi siempre alguna dosis de responsabilidad. Frente a lo admirado no podemos cerrar los ojos ni hacer un zapping; es como un compromiso sin retribuciones.

En la película Adaptation –2003- se dice al respecto algo que me gusta: que cuando uno tiene una pasión de verdad, algo a lo cual admirar, el mundo se vuelve más pequeño y manejable. Y no importa si tu pasión son las conchas de mar o regar maceteros secos, lo central es desprenderse de sí mismo. Eso, más o menos, me pasaba cuando niño. El mundo era del porte de mis admiraciones, ni más feo ni más lindo. El mundo era, esencialmente, una realidad susceptible de ser admirada.

Sí, ya lo sé. Esa pasión y admiración de la que habla la película y de la que he hablado yo, de pronto sólo existe en el cine y en nuestra mágica niñez. Pero como dice Jean-Luc Godard en Pierrot le Fou –1965-, por qué todo tiene que ser tan prosaico y no puede ser como en el cine. Por qué hay que endurecerse y, al mismo tiempo, perder la inocente admiración.

Como ven, la admiración sea quizás una nostalgia enfermiza y trasnochada, inmadura e idealista, adolescente y metafísica. Pero, ¿quién sabe? En una de esas todo un mundo se nos escapa de las manos cuando nos resistimos a la admiración.

El hombre aparte

Más que ninguna otra cosa, el registro documental se encuentra poderosamente ligado a la memoria y a la muerte. Atestigua el acontecer del tiempo y la desaparición de los cuerpos, reproduce al infinito lo ya sido, lo ya muerto. Por eso el genero documental tiende ser un genero doloroso, inseparable de la muerte. Provoca esa mezcla de pena y placer, nostalgia y fugacidad, la insoportable levedad tal vez. Es una práctica que trata con fantasmas, con los tiempos muertos, abriendo una misteriosa tensión entre la brevedad del instante y la posteridad de la escena registrada. Tomando a Barthes, diríamos que el documental “registra mecánicamente lo que ya no podrá existir existencialmente”. En los documentales las cosas resurgen no exactamente igual como fueron vividas, sino tal cual fueron filmadas y narradas. La “verdad” de los documentales, en este sentido, es una verdad ambigua, paradójica: es visible e intangible, presente y ausente, real e irreal al mismo tiempo.

Todos las películas tienen algo de documental: de un contexto, de una sociedad, de una país, etc. Truffaut alguna vez dijo “todo buen film debe expresar simultáneamente una idea sobre el mundo y una idea sobre el cine”. Como sea, la mayoría de las películas son el testimonio de algo, en último término, documentalizan la posición de quienes hacen la obra. Sin embargo, en las cintas documentales la materia prima esencial es el mundo que les rodea. Existe algo que llamamos “realidad” y ese algo es lo que pretende captar en toda su inasibilidad la cámara cinematográfica del documentalista. Es una cámara que se esmera por “estar allí”, en el segundo y lugar preciso, más allá de los montajes u otras técnicas. Pero si existe alguna obligación del documental, esa no es reflejar la realidad precisamente – ¿quién puedo hacer eso?- sino más bien explicitar y ofrecer una mirada honesta y limpia sobre esa realidad que quiere mostrar.

El documental chileno El hombre Aparte (Bettina Perut e Iván Osnovikoff), es un buen ejemplo de lo que venimos hablando. Es la historia del ocaso de Ricardo, una suerte de héroe trágico que alcanzo a ser un reconocido ex promotor de Martín Vargas, pero que ahora busca el reconocimiento que la sociedad nunca le brindó. No se conforma con el olvido y la soledad, con la desdicha del paso del tiempo y su vejez. Por eso, y a pesar de su evidente angustia e inconformidad frente mundo, la esperanza de este hombre robusto sigue en pié. Así, el filme se convierte en un angustiante y por momentos formidable relato sobre la vida de este promotor de boxeo, que deambula por Santiago abatido por la muerte que lo espera y sus fantásticos sueños.

La principal fortaleza del El hombre Aparte es la premisa antropológica que a mi juicio puede vislumbrarse, protegiendo a la obra de cualquier sensacionalito periodístico. La premisa queda expresada en la última y quizá más fuerte - visual y humanamente hablando - escena del documental: vemos a Ricardo en un cuarto oscuro, completamente sólo y desnudo ante el televisor quedarse dormido. Esta imagen final refleja que nada, ni los programas de televisión ni la certeza de los buenos tiempos de su vida que se han ido para no volver, le permiten vivir en paz. Ricardo, al fin de cuentas, es el artífice de su propia desgracia, un hombre lleno de buenas ideas y sentimientos, pero como todo ser humano normal, cargado también de traición, ingenuidad, odio y absurdo. El protagonista de este documental prueba como el odio y la soledad puede convertirse en nuestro mejor arte, en lo único seguro de la vida.

Dogville y Kill Bill: de la épica moral a superman




Kill Bill y Dogville coinciden en una cosa: son películas que surgen para trasformarse en referentes. Ese es el punto de unión de dos de los filmes más ambicioso y paradigmáticos del último tiempo. Encarnan dos formas de representar el mundo, dos maneras contrarias de hacer y de amar al cine. Son cintas construidas sobre premisas sustancialmente antagónicas y, por eso mismo, sus diferencias van más allá de una cuestión estética.

El director de Contra viento y marea (Lars Von Trier) es danés, pequeño país de un poco más de 5 millones de habitantes que ha dado luz a figuras emblemáticas de la cultura nórdica como Kierkegaard y Dreyer, cumbre del cine mudo y religioso. El cine de Von Trier (VT) hay que entenderlo en este contexto, a la luz de una tradición cruzada por interrogantes religiosas y metafísicas, y donde la vocación moralizadora ocupa un lugar fundamental. La obra de VT es la versión contemporánea y sofisticada de este imaginario. Su interés es que el espectador moderno comprenda los datos que hacen posible el surgimiento de mal, y apelar a la existencia de un mal es un asunto claramente metafísico y moral. En las películas de VT siempre hay un mal encarnado: ya sea en un policía, en una industria, en un pueblo, etc.

Es que si a nadie le importa que el mundo sea un infierno, el programa fílmico de V T - como dice Camila van Diest en una columna - representa un “hecho político” que pone en evidencia el mal, la hipocresía y el calvario que puede ser la vida sobre la tierra. El creador del movimiento Dogma 95 y Bailarina en la oscuridad persiste en Dogville con los “grandes” temas, esos que se ubican del lado de la historia y los análisis filosóficos. Es más, ni siquiera importa el mensaje exacto de la cinta, si acaso es “una denuncia tenaz de las operaciones de ocultamiento y engaño desplegadas por el sistema de comunicación de masas estadounidense” o la constatación de salud del alma humana: sabemos que para VT el infierno gobierna sobre todas las cosas y la tarea de su cine consiste en registrarlo y escenificarlo. Su obra nunca es frívola, sus cintas son un mapa de denuncia que da cuenta de un mundo sórdido y cruel que ha perdido verdad.

Insistamos. El de VT es un cine de la sospecha y el compromiso. Filma desde la obligación moralizante y la cámara aparece como un instrumento de verdad y crítica contra la banalidad e insipidez de las cosas. Por ello busca desligarse de los artificios de las grandes producciones, y su formula para establecer esa anhelada diferencia con los productos estandarizados fue volver a la pureza del cine, a lo imperfecto, natural, espontáneo. A pesar de esto, el tono solemne y distanciado que inunda su discurso no logra desaparecer, un discurso que funciona a fuerza de develar y conmover antes que divertir y jugar. VT sabe hallar en el cine los instrumentos privilegiados para provocar e incomodar, pero son recursos que operan sobre temáticas epopéyicas, tragedias completas y desgarradoras, haciéndole el quite a los sucesos livianos e intrascendentes que podríamos notar en productos como Kill Bill. Da la impresión que VT dice "al diablo con nuestros tiempos postmodernos" para revindicar la posibilidad de un cine “rebele” frente a lo contemporáneo.

En el polo opuesto está Kill Bill, que representa todo lo que VT aborrece: es el culto a la forma y a la imposibilidad de determinar grandes críticas. Quintin Tarantino (QT) se cierra a los problemas exteriores para abrirse a las diversas formas de la representación internas al cine. Le interesa el cine clausurado en sí mismo, es decir, la autorreferencialidad del lenguaje, que no es otra cosa que un homenaje permanente a sus obsesiones cinematográficas. Lo que hace QT es tomar la historia del cine y contarla en sus términos, con sus ritmos y preferencias. Sus filmes exacerban el carácter ficcional, fabulador y artificioso del cine para llenarnos la cabeza con fragmentos de un mundo globalizado y ultra estetizado.

Si lo definidor del realizador danés es su voluntad desafiante contra la sociedad post, QT se afirma de ella para saturar sus filmes de elementos propios de una cultura de masas. Mientras el marco referencial de uno es la misa luterana protestante, el de QT son las películas de kung fu, la música pop y los superhéroes como superman. El estilo ascético y abstracto de Dogville en Kill Bill se rompe en una multiplicación de referencias y citas, entrecruzándose múltiples estéticas, canciones, razas y personajes. De este modo, se desjerarquiza y ablanda la moral de VT, y el desplazamiento y la no fijación son los rasgos fundamentales de un cine marcado por la parodia y la apropiación de códigos diversos. En el cine del director de Pulp Fiction no existe ninguna voluntad cívica, social ni mucho menos religiosa, a lo más encontramos una sesión de patadas coreográfica y torturas violentas de mucho sacrifico. El cine de QT hace suyo lo profano de la cultura actual y expresa su movimiento a través de personajes simples a la manera del cómics y una constante intertextualidad cinéfila.

Ahora, tanto VT como QT sitúan a la mujer en el centro de muchos de sus relatos. Pero mientras en las cintas del primero (Los idiotas, Contra viento y marea, Bailarina en la oscuridad y Dogville) la mujer aparece como la depositaria ingenua del sacrificio y la santidad, el objeto encargada de llevar la denuncia y el grito de auxilio del director; en QT el arquetipo femenino pelea por la propia felicidad a cualquier precio y a través de un fuerte individualismo, que la puede llevar a descavar su propia tumba con tal de rescatar la persona amada, en este caso su hijo. De este modo, si Dogville busca capturar procesos y comprobar tesis morales sobre la humanidad, la única apelación seria que encontramos en Kill Bill es a la diversión y al vértigo. Este es un cine ajeno a todo juzgamiento ético, y nace de una cultura donde la forma de la imagen se vuelve más omnipresente que su contenido y donde la ausencia de principios totalizadores nos vuelca hacia el juego, la ironía, el guiño, en resumen, hacia la ficción descontrolada.

Son cines que encuentran en las antípodas, pero ambos son paradigmáticos y notables en sus propuestas. Dogville es una crítica escéptica a la moral estadounidense, y Kill Bill una celebración explosiva de los signos y características contemporáneas. Los dos son proyectos abarcadores (Dogville forma parte de una trilogía sobre Estados Unidos y Kill Bill incluiría Vol.3) pero con concepciones radicalmente opuestas. Von Trier es un realizador imbuido de moral y solemnidad, dos características esenciales de un cine épico. El cine de QT en cambio, es algo así como la muerte de la épica y la burla a la moraleja, es básicamente una lectura descanonizada, irónica e híbrida de la realidad. En fin, estas diferencias reflejan el buen estado en que se encuentra el arte del cine, que es capaz generar no sólo películas, sino también referentes culturales mucho más amplios.

Eso de las buenas y malas pelìculas



Cómo saber cuando se está frente a una buena película. Es una pregunta extremista, incluso inútil, pero que en más de una ocasión lo ha perseguido a uno. Pero la verdad es que da placer simplificar las cosas y decir esta película es buena y esta otra no. Si uno lo piensa, es una forma distinta de aseverar el mundo, de tener una interpretación sobre él.

Son muchos los que han buscado definir qué es una la buena película y, generalmente, dicen la misma frase celebre: las obras maestras, las buenas películas, son aquellas que se adelantan a su tiempo cuando nacen, y con el tiempo se convierten en clásicos inolvidables. El cine, y el arte en general, parece demasiado real para este tipo de sentencias; por eso me inclino a pensar que no existe una respuesta a la pregunta que planteaba al comienzo, sino sólo aproximaciones.

Nadie tendría por qué interesarse en mi visión personal sobre qué es una buena película. Sin embargo, admito que amo las películas casi tanto como hablar de ellas. Si hay algo que puede ser tan lindo como el cine, eso es compartir el placer que uno ha sentido contemplando una determinada película. Tal vez por eso me gustan los directores de la nouvelle vague: leer lo que ellos dicen sobre las películas produce el mismo placer que ver sus películas, e incluso más. Son directores que comenzaron haciendo cine mediante la escritura de lo que ellos creían debía ser una buena película.

Aun cuando tuviese las mejores intenciones, no quiero que esto se tome como una declaración, ni tampoco como una defensa de un determinado tipo de cine. Esto no es una declaración ni principios ni de finales. Ni yo sé muy bien de qué se trata.

Personalmente, creo que una buena película se construye de contradicciones. Son obras que siempre transportan una sobreabundancia de interpretaciones, muchas de ellas paradójicos e insólitas. Son construcciones obsesivas, pero que despliegan todas las posibilidades y potencialidades que les permite esa misma obsesión.

Son cintas, no obstante, que superan el alcance de esas mismas interpretaciones, convirtiéndose en hechos irreductibles.

André Bazin —padre intelectual de la nouvelle vague— llegó a decir que un filme es más realista en la medida en que es más contradictorio y errático, ya que la vida misma es así, paradójica e indeterminada. En efecto, a través de las paradojas las grandes películas nunca terminan de explicarse. Por más estudios que se realicen, sus desmesuras y contradicciones las convierten en artículos resistentes a la definición. Son películas siempre capaces de darnos a percibir un dato nuevo de la realidad; crean universos únicos que derrumban los prejuicios estéticos y morales, relativizan el tamaño de nuestras verdades y ambiciones. Alientan, en suma, una sana desconfianza hacia la realidad, estableciendo órdenes o desórdenes que parecían imposibles.

El hombre sin pasado, es una de estas obras maestras de las que hablo, que narra la historia de un hombre que debe reconstruir su vida desde la ausencia de recuerdos, es decir, desde la no-memoria. Aquí la paradoja es la siguiente.

Un hombre sin pasado ni recuerdos es de por sí un conflicto filosófico y metafísico radical. Alguien que no tiene pasado ni memoria, es alguien incapaz de remontarse a su origen, y más radicalmente, de hacer presente ante sí lo que está materialmente ausente. Esta imposibilidad del protagonista de revivir el tiempo en que su vida tuvo origen, lo convierte en un ser carente de nostalgia y melancolía. En estricto rigor, no habría por qué haber nostalgia si no hay pasado. Sin embargo, y aquí la paradoja, el filme deja sentir una nostalgia, una especie de carencia o ausencia, y por consiguiente, el deseo de tender hacia algo que no sabemos exactamente qué es, pues el filme no declama sus intenciones tan explícitamente como el cine “arte” de Noé.

La película revela una falta, alude a la ausencia de algo, pero la sublima a través una luz apasionada y pura que coloca en cada una de los encuadres. Es que la historia capta una naturaleza fabulosa y surrealista, extraña y vital, irreverente y ejemplar al mismo tiempo. El finlandés Kaurismaki construye en este filme un lugar de felicidad y luminosidad, un mundo donde la soledad y la pesadumbre existencial se contrastan con una bondad y solidaridad inmensas, donde el gesto más mínimo y efímero brilla de dignidad y trascendencia y donde las cosas se desembarazan de sus excentricidades e ínfulas y reconocen su preciosa simplicidad. He aquí, la segunda paradoja: Kaurismaki crea, a partir un orden de desechos y suciedad, de seres desdramatizados y taciturnos, un mundo superior, poético y esplendoroso. Las escenas El hombre sin pasado resurgen con esplendor, con una verdad que no parece de este mundo. Es una película en la que gustaría vivir, porque se sostiene de sensaciones sencillas, risueñas, agradables y emocionalmente justas. La película postula a un estado de plenitud incompatible en la sociedad capitalista actual, plagada de sufrimiento e injusticias. El hombre sin pasado es una película para saber ser feliz.

Mediante un humor exquisitamente absurdo, este filme, más que hablar del mundo mediante un tono filosófico y denso, se apodera de él con franqueza y conmovedora elegancia, lo hace suyo mientras dura la proyección, lo observa y da significado según sus propias reglas y estereotipos. Y como una fábula moral, la cinta concluye con los buenos por un lado, y los malos por otro, pero al son de un rock and roll energético que choca irónicamente con los rostros decaídos de los personajes. ¿Otra contradicción más?. Probablemente, pero esa es su gracia principal.

Entre paréntesis. Ahora que termino estas líneas pienso y releo lo que cabo de escribir. Me gustó más la primera parte que la segunda, donde hablo de la película. Está parte es un poco excesivamente adjetivada, con adjetivos que más que mostrar la película, muestran mi propio entusiasmo por la película. Ejemplos: fabulosa y surrealista / extraña y vital / irreverente y ejemplar / superior, poético y esplendoroso. Pido disculpas por eso.

Crónica visual


Generalmente después de ver una película viene otra, igual o más importante que la primera, que componemos nosotros mismos en la micro, en un tema que nos gusta, en el diálogo con un amigo o en los borrosos pensamientos de la noche antes de dormir. Tras ver un buen filme, llega un tiempo de recuperación, de contacto intimo entre pensamiento e imagen. Llegan las sugerencias y las reacciones, la vibración del arte y las ganas de crear. Cuando aquello que vemos en la pantalla se acomoda a nuestros deseos, experimentamos un goce sublime; y cuando no se acomoda, lanzamos nuestro repudio contra la película. Como espectadores nos comprometemos con cada proyección como si fuera una acuerdo afectivo y experimentamos el movimiento de las imágenes con el temor incluso de la locura, de perdernos en nuestras propias epifanías y fascinaciones.

¿Qué nos impide muchas veces construir un discurso racional sobre una película? ¿A través del ejercicio de la crítica podemos dar a conocer nuestras autentica impresión de una obra? ¿La escritura compensa en algo nuestra experiencia personal con del filme? Creo que estas cuestiones tienen que ver con algo desmesurado y radical que tiene el cine, con algo que esta al margen de nuestra capacidad de configurar nuestra experiencia de una película por medio de la escritura. Tiene que ver con la visualidad, con un lugar que incluye lo pensable e impensable, el espejismo y la realidad, lo delirante y lo normal. La experiencia de una imagen puede ser tan irreflexiva y obsesiva como ese primer latido que aparece al ver una linda mujer.

Observar es la primera actitud que desarrollamos para enfrentar lo que nos rodea. Mirar a nuestro al rededor es algo tan involuntario e imperceptible como respirar. Pero así como se educa el oído o el habla, también se educa el ojo. Lo que resalta a la vista al contemplar a un joven paseante en el paseo Ahumada o a una anciana regando sus plantas, no es pura casualidad y contingencia, sino el fruto de un cierto adiestramiento visual. Nuestro mirar esta amarrado a años de educación y a diversas anteojeras culturales. El ojo se construye, crea su propia rutina visual, su propio telescopio que le permite no sólo bautizar e identificar las cosas, sino también hallar la tranquilidad y seguridad necesaria. Lo que queda fuera de ese circuito visual, lo no enfocado, como que nos altera y trastoca. La novedad nos choca, nos genera perplejidad. Lo ambiguo e indeciso molesta, porque estamos más habituados a la forma pensada y armonizada, a las cosas ya amasadas por el ojo. Nos refugiamos en la certeza de lo nombrable y cuesta apostar a lo nuevo, a esa belleza que no esta en nuestro campo visual. La fuerza de algunas películas u otras manifestaciones artísticas, es justamente esa capacidad de zambullirse sobre lo real, de cachetear esa mirada gastada de todo los días y de despertarnos del embobamiento. Una película puede darse el lujo, como una niña con su diario de vida, de re-nombrar las cosas, de teñirlas de nuevos sentidos y de separarlas de sus funciones y atribuciones tradicionales. La escena, por ejemplo, de una barco de madera en la punta de monte amazónico puede literalmente transgredir nuestra costumbre, puede dejar al órgano óptico sin referencia, al descampado, completamente al desnudo, lejos de los modelos en los que se ha formado. Esa es la obsesión, lo desbordado que contiene lo visual: advertir que determinadas cuadros pueden situar la mirada en lugares imposibles, no previsto antes.
Hablando este tema con una amiga, me comentó que era como pensar en un color que nunca has visto, algo que, por supuesto, suena imposible, pero al mismo tiempo extremadamente hermoso. Dijo que eran actos de rebeldía, como sacarle la lengua a lo real.
Creo que las cosas que llegan a la mente después de ver un film no sólo tienen que ver con una de las posibilidades del cine, sino también con un deseo desmedido y secreto del espectador - y del cual nadie podría hacerse el tonto o el desentendido - de permanecer en el borde, de acometer contra lo real, de escapar a las reglas y de reírse por un segundo de sí mismo. El único error imperdonable sería sustituir este placer indescriptible de ir al cine por una crítica empeñada en certificar las películas de buenas o malas. Sería desastroso transformar el mundo del cine en un manual de conceptos. “El único filme que verdaderamente tengo ganas de hacer no lo lograré nunca porque es imposible. Es un Filme de amor, sobre el amor con el amor” (JL Godard)

sábado, abril 01, 2006

Place de la Sorbonne

PARIS: Manif contre CPE, 28 de marzo

La foto fue tomada un martes a las 12 del día en Place d`Italie. No se ve mucha gente porque la manif estaba convocada para las 2 de la tarde. A esa hora llovía torrencialmente y muchos se proveían de unos buenos macdonalds. Esta fue la manifestación más grande después de una en el 94.
Cultura más insurreccional no había visto nunca, esa es la verdad. Y no se trata de movilizaciones de sindicatos y organizaciones de estudiantes solamente. Las protestas en París tienen ese carácter masivo y efervescente que alguna vez dicen que tuvo Chile en los 70 y que hace poco logró una foto desnuda en el Parque Forestal. Salud por eso.