lunes, mayo 08, 2006

VIDA URBANA


Hoy en la mañana me encontré por casualidad con un pequeño reportaje sobre los parques parisinos. Entre los que comentaban uno me llamó la atención, el parque André Citroën. Así que después de almuerzo tomé mis cosas y partí a ver de qué se trataba.

La verdad es que siempre que estoy en ciudades grandes y modernas me preocupo de encontrar paisajes verdes, y miro con curiosidad los árboles, los parques y hasta incluso los perros. Cuando estoy en Santiago extraño la complejidad de lugares como Manhattan, pero una vez dentro de una gran metrópoli surge de inmediato una necesidad por referentes naturales y busco sensaciones que estén fuera de los límites urbanos. Debe ser la paradoja del mundo moderno, que mientras más crece y se tecnologiza más fuerte es la necesidad de rememorar el mundo de la naturaleza, ese estado anterior a toda intromisión humana. En mi caso por más fiestas, recitales y películas que ofrezca París, persiste un impulso por encontrar espacios agrestes. El maldito equilibro entre invención humana y naturaleza me persigue (un psicoanalista francés me diría que es una forma de volver al útero materno). París - considerando la cantidad de parques que tiene – me da la impresión de una ciudad que, a pesar de su extensión y densidad urbana, se las arregla para evocar esos espacios naturales.

Pero bueno, yo quería contar mi visita al parque Citroën. En parte el parque me gustó porque me recordó las películas de Rohmer. Estoy seguro que tiene que haber filmado alguna película allí. En cualquier caso, el parque desciende hasta llegar al río Sena, y tiene la gracia de estar formado por distintos ambientes temáticos, pero todos unidos por una gran explanada de pasto que al medio tiene una bola gigante y donde la mayoría de la gente se tiende a tomar sol en esta fecha. Cada patio tiene su concepto, su delicada armonía, como si hubiesen seguido siglos de evolución para llegar al estado en que están. A veces se veía gente, pero en general se respiraba un ambiente medio zen y de meditación, así que las piedras, caminitos, caías de agua y musgos colocados ahí parecían más una invitación a la contemplación que a la acción. Quizá este romanticismo paisajístico es lo que me hizo pensar en el cine de Rohmer. En las historias rohmerianas los parques tranquilos suelen ser el escenario de los encuentros y confesiones. Son protagonistas que necesitan reductos de calma para descargar sus desordenes vitales, como si el volumen y contorno silvestre los ayudara a resolver las dudas existenciales.

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