

Hoy en la mañana me encontré por casualidad con un pequeño reportaje sobre los parques parisinos. Entre los que comentaban uno me llamó la atención, el parque André Citroën. Así que después de almuerzo tomé mis cosas y partí a ver de qué se trataba.
La verdad es que siempre que estoy en ciudades grandes y modernas me preocupo de encontrar paisajes verdes, y miro con curiosidad los árboles, los parques y hasta incluso los perros. Cuando estoy en Santiago extraño la complejidad de lugares como Manhattan, pero una vez dentro de una gran metrópoli surge de inmediato una necesidad por referentes naturales y busco sensaciones que estén fuera de los límites urbanos. Debe ser la paradoja del mundo moderno, que mientras más crece y se tecnologiza más fuerte es la necesidad de rememorar el mundo de la naturaleza, ese estado anterior a toda intromisión humana. En mi caso por más fiestas, recitales y películas que ofrezca París, persiste un impulso por encontrar espacios agrestes. El maldito equilibro entre invención humana y naturaleza me persigue (un psicoanalista francés me diría que es una forma de volver al útero materno). París - considerando la cantidad de parques que tiene – me da la impresión de una ciudad que, a pesar de su extensión y densidad urbana, se las arregla para evocar esos espacios naturales.


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