sábado, diciembre 17, 2005

MUSICA, 'GEPINTO'


Fue un día domingo en la Sala Master. Era el lanzamiento oficial del disco. Yo y dos amigos estábamos sentados al fondo de la sala apretujados entre medio de una multitud de público. Cuando terminó el concierto supimos de inmediato que acabábamos de presenciar algo realmente magnifico. Ninguno de los tres es bueno para levantar banderas, ni por la paz ni por el fútbol (aunque no es correcto, en su etapa colegial mis amigos fueron boy scouts) Pero ese día algo extraño pasó, y la causa fue común: había que adquirir lo antes posible el disco que acabábamos de escuchar.

Luego nos fuimos a comer algo a la Shell market de la esquina mostrando nuestras mejores sonrisas...

Desde esa fecha lo he escuchado más de cien veces; se lo muestro a mi hermana chica y lo recomiendo a los amigos, y aún creo que falta mucho para que me agote. Son de esos discos que uno escucha mientras se viste en la mañana para subir el ánimo hasta las nubes. Es por lejos de los discos más bellos y simples que he oído este último año.

Hay veces que me da por escuchar la canción número 2 y 4, en otras la número 5, que es lejos la más pop y pegote de todas. Pero mi predilecta es la número 12 (‘estilo internacional’) pacifica y enérgica al mismo tiempo, ideal para cantarla a todo pulmón.

Cuando Gepe canta algo nos recuerda y se vuelve inevitable la pregunta sobre qué tipo de música estarían componiendo en estos momentos gente como Víctor Jara o Violeta Parra.
Es un disco que muestra y esconde mucho. Un disco para parejas que no les importa bailar bien, pero que les encanta regalarse canciones. Lo mejor de todo es que tiene melodías fuera de temporada.

miércoles, diciembre 14, 2005

Sobre la crítica de cine y otras cosas


Una de las cosas destacables de la cultura gringa son sus gigantescas librerías. Es casi imposible no sentirse a gusto en librerías como Bordeas o Barnice & Nobles. Puedes permanecer una tarde entera mirando por la ventana como afuera cae la nieve y nadie te pregunta absolutamente nada. Una vez, por ejemplo, me tocó observar como un viejo ordenaba su colección de estampillas durante horas y nunca insinúo siquiera tomar un libro. Es corriente ver también a universitarios exhibiendo sus notebook, vagabundos abrigándose del frío e intelectuales leyendo el Times. Si estos sitios ocultan algo, no se nota o más bien no importa mucho: allí adentro se olvidan las estafas ideológicas y lo único que importa es ubicar un buen libro y un rincón para instalarse a leer. Son lugares extrañamente consoladores y la sensación de irrealidad que sobreviene al salir a la calle hace verse a uno mismo como un actor increíblemente afortunado.

La sección dedicada al cine es de las cosas que más impacta de éstas librerías. No miento si digo que eran corridas de pasillos de supermercados Jumbo los destinados al séptimo arte. Los libros van desde los textos clásicos de los grandes cineastas, pasando por volúmenes de las diez películas más taquilleras de la historia, hasta publicaciones específicas sobre el cine homosexual de post guerra. Tan excesivamente abundantes pueden llegar a ser estos lugares, que es posible hallar más de diez libros distintos sobre la filmografía Frank Capra. Eso sí: nunca se pude estar seguro hasta qué punto esta inmensa producción de textos sobre cine forma parte de la misma compulsión imperialista que lleva a los americanos a ser los número uno en el mundo en la carrera armamentista. El mercado Norteamericano lanza volúmenes sobre cine casi por combustión espontánea. ¿Cómo lo hacen? No sé.

Ese fue el primer descubrimiento en estas librerías. Más tarde, vendería el segundo: los libros de cine a veces entusiasman igual o incluso más que las propias películas. No sé en qué momento uno comienza a leer libros sobre películas que nunca ha visto y que quizás nunca verá. En mi caso, al parecer, esto se inició con Bailarina en la oscuridad del danés Laos Ovni Traer. Este filme se convirtió en uno de mis predilectos sin haberlo visto en la pantalla grande, simplemente leyendo una crítica acerca de él en la revista de cine El Amante. Luego, cuando fui a ver la película al cine Hoyts, recuerdo perfectamente la sensación de saber por qué estaba ahí sentado, y sobre todo, la certeza de que la película ya era un terreno amigo. Lo terrible del asunto es cuando la película que estas viendo es peor que lo que leíste sobre ella.

No me atrevería, de todas formas, afirmar que el cinéfilo es principalmente un lector. Ahora, ¿a quién no le gusta saber por qué razón esta viendo una película y no otra?. No conozco otra manera de saber de una película que no sea leyendo sobre ella. Pero ciertamente que hay otras clases de cinéfilos: están los que coleccionan películas, los que van al cine día por medio, los que critican las películas en medios como estos, etc. Lo que está claro al menos, es que los que leen sobre cine son los más narcisos de todos. Creen que por medio de ese ejercicio privado y solitario pasarán de lectores a grandes cineastas.

La fe en la escritura sobre cine es algo misterioso. Es comprensible en libros de filosofía o sociología, pero ¿podemos otorgarle a las críticas de cine valores superiores a las películas que comentan?. El francés Roland Barthes, uno de los más grandes estudiosos de la materia, decía que una buena crítica puede prescindir del objeto de estudio y convertirse en una pieza literaria autónoma. A tal extremo puede llegar esta idea, que la crítica de cine podría llegar a conformar un arte en sí mismo, clausurada en sus propios códigos estéticos.

Hubieron otros, sin embargo, en que su primer gesto de amor hacia el cine fue el ejercicio de la crítica. Antes de llegar a contar sus historias a la pantalla, los de la Nouvelle Vague fueron críticos de cine. Cada uno de los miembros de este grupo manifestó, por medio de la crítica, su pasión por el cine, su cariño y admiración por el oficio del cineasta. Y todo eso sin academicismos y retóricas sentimentaloides.

Hoy resulta complicado - entre tanta oferta en medios y librerías - saber cuáles son los escritos sobre cine que realmente valen la pena. Cada vez más vemos comentaristas de cine sometidos a las campañas comunicacionales de las industrias del celuloide, y menos críticas sinceras y arriesgadas. No se trata tampoco de trasformar a la crítica de cine en un lugar de trincheras y hermético en sus análisis. Lo insoportable sería que la crítica se entregase a la complacencia y esnobismo reinante, y perdiese su capacidad de enojo con el mundo. Esa furia es necesaria para la crítica, es una declaración de amor indispensable para la vida y el cine.

Cuando lo popular se vuelve culto y el cine algo más que una película














Desde sus primeras épocas el cine se preocupó por las grandes audiencias de público, por ese universo de multitudes común y corrientes que poco y nada tiene que ver con el hombre culto y meditabundo que vive rodeado de vanguardia y originalidad. En su inicio el cine fue diversión, entretenimiento, ejercicio lúdico entre producción documental y ficción. Eran cintas de sensibilidad popular, historias de la vida cotidiana confeccionadas con el entusiasmo de la novedad. A nadie se le ocurría, por aquel entonces, pronunciar la palabras “arte” para referirse al cine. Todavía era visto como una expresión vulgar y superficial.

Más adelante, cuando los temas se volvieron repetitivos, el cine empieza a mirar a los clásicos de la literatura, la Biblia o la misma historia como fuente de inspiración para sus producciones. Esto llevó a que una nueva clase de público se interesara por el cine, espectadores letrados, cultivados culturalmente, que hasta entonces despreciaban el cine por su escaso contenido artístico y por su orientación masiva. De apoco la desconfianza aristocrática comienza a ceder a partir del momento que la elite cultural descubre que las películas también tratan los “grandes temas”, en una época donde los valores culturales superiores se creían privilegio de otras áreas. Entonces, con la intención de conquistar a ese público profundo y celosamente desarrollado interiormente, el cine empieza adaptar piezas clásicas y se invitan incluso a los actores de la comedia Francesa para que las interpretaran.

Estos esfuerzos, sin embargo, no fueron suficientes para legitimar al cine como lenguaje propio y autosuficiente. Pero con el correr del siglo XX, y especialmente a partir del surgimiento de ciertos clásicos y teóricos del cine, éste comienza delimitar zonas autónomas respecto del resto de las artes, su ejercicio adopta signos singulares y de inmensa novedad estética. De esta forma, la lucha por la autonomía del cine comenzaba, con espectadores y autores cada vez más comprometidos con desarrollar una narrativa independiente y crítica en algunos casos.

Es en este momento cuando el cine inicia su camino por la academia y su estudio se convierte en una rama de las ciencias sociales y los estudios culturales. Los análisis cinematográficos aparecen en las aulas universitarias mezclados con marxismo y estructuralismo, y el status del cine se elevó a un nivel en que los mismos filósofos comienzan a estudiarlo. Desde ahora las películas no sólo cautivan la sensibilidad de las masas, sino también a los ilustrados e intelectuales, que aprovechan este nuevo formato para proyectar sus ideas, ideologías y visiones de mundo. Nace un campo cinematográfico distinto al de la industria del entretenimiento, bajo la idea (proveniente de Cahiers du Cinéma) de que la estética de una película puede constituir una política de autor, con concepciones del cine y del mundo enteramente subjetivas. Surgen al mismo tiempo públicos y revistas cada vez más especializadas, interesados en encontrar herramientas teóricas que permitan la lectura de los films.

Este proceso, que podríamos llamar de racionalización o reflexivización del cine, es mucho más complejo y extenso que los expuesto hasta aquí, y hoy en día es un fenómeno de una magnitud tan asombrosa, que resulta difícil separarlo de las formas como los propios individuos contemporáneos se representan el mundo. El cine penetró en la experiencia vivida de la gente, su imagen es tematizada, se acepta o rechaza en múltiples circuitos de la sociedad, en conversaciones informales o clases universitarias, todo lo cual hace imposible reducir su influencia a un solo ámbito, como se hacia antes. La fuerza de la trayectoria del cine se refleja en que trascendió lo estrictamente cinematográfico y, sus valores estéticos recorren el mundo sin discriminación: tanto el consumidor de cine experimental como el consumidor de comedias románticas ve satisfechas sus necesidades, uno buscando una excitación de tipo intelectual y el otro una forma de distracción capaz de hacerlo reír o llorar. Esta idea puede ser perturbadora para quien pretenda definir la esencia del cine de una vez y para siempre, pero reveladora para quien ve en el cine y su historia un sistema que ha logrado integrar universos que parecían antagónicos, el de la entretención y la reflexión, lo popular y lo culto.

En apenas cien años de vida, y eso es lo increíble, el cine ha logrado acceder no sólo a la historia de las artes, sino también a la historia del entretenimiento y el conocimiento. Observar la historia del cine y los distintos momentos por los cuales ha atravesado para conformar propiamente un lenguaje, es imprescindible para comprender los nuevos procesos que se vienen. Queda esperar nuevas historias. Sí, nuevas historias.

lunes, octubre 24, 2005

PLAY






Pensaba en las películas chilenas que he visto este último tiempo, y parece que Play lidera la lista. Es una película donde el cine, antes que nada, aparece como una experiencia; la experiencia de entrar en trance con lo que te rodea, de asistir atónito, como primer espectador, a las revelaciones de un Santiago surrealista, irónico, salpicado, huérfano de texturas y sonidos, pero siempre desde una cámara que busca mirar las cosas por primera vez, con sus detalles y una especie de contemplación de lo que ha sido. Es una película que no se cierra cuando abandónanos la butaca de la sala, sino que prosigue su camino manifestando ese choque doloroso entre lo filmado y la realidad.

Leí una crítica en www.mabuse.cl que acusaba a la película de “poco real”, de no reflejar la división social de clases y que no existía adecuación entre la historia del filme y la historia “real”. Pero me pregunto si pueden las películas abordar lo real, como si lo real fuera una cosa unívoca. Además, en cierto sentido todos los films son documentos, registros de un momento particular, de un contexto, o por último, toda película documentaliza la posición de quien tiene la cámara. Esta en lo cierto nuestro crítico de mabuse, Play no refleja la realidad social ni tampoco creo que lo haya buscado, sin embargo, nos ofrece una mirada limpia y nueva de esa realidad. Es una mirada que destila incomodidad y al mismo tiempo felicidad frente al mundo, transita por márgenes imprecisos, entre oníricos e íntimos, estableciendo una conexión exquisita entre ciudad y afectos.

Un comentario aparte es la similitud de la protagonista central de la película con los personajes almodovarianos. Al igual que la mayoría de los seres que pululan en las películas del director español, seres en general disfuncionales, la protagonista de Play es una mujer inadaptada socialmente, que en más de una ocasión afirma que a ella “nadie la conoce”. Un es personaje auténtico, mucho más que la sociedad que le rodea, que no tiene problemas en decir que prefiere vivir Santiago que en el Sur del país, su tierra natal. Y al igual como lo hace Almodóvar, Play se acerca a esta empleada mapuche de forma humana, a través de las imágenes las vamos conociendo, comprendiendo, y personalmente terminé dándole un sitio dentro de mi lista de autsider predilectos.

viernes, octubre 21, 2005

Godard está Vivo

















Jean-Luc Godard es lo que se llama una figura de culto. Una marca registrada que puede darse el lujo de disfrutar de ser quien es sin tener que actualizar su estilo. La actitud, el personaje que el encarna, es de las cosas más cinematográficas de la historia del cine. Su perfil vanguardista quedó sellado en el cielo del cine con la fuerza de la inmortalidad, y sus películas se ven en todo el mundo con el mismo respeto con que se lee a un filósofo moderno. Y siendo así, ya nadie se interesa realmente en él, no esta in investigarlo. Uno puede culpar al sistema de mercado o a al imperio de Hollywood, pero el hecho es que Godard ha dejado de ser un suceso nuevo, desafiante y alternativo para la crítica. Se trata de uno de esos fenómenos que con el tiempo se vuelven rancios, hasta incluso cursi, y pasan a convertirse en clichés, como ha sucedido con el marxismo, el postmodernismo y otros movimientos artísticos. Son materias que, de un momento a otro, parecen gozar de un cierto consenso de que ya no hay mucho mas que decir sobre ellas, como si fuesen hechos muertos y datos ya comprendidos y asimilados. Es una pena, pero hoy resulta complicado hallar discrepancias en torno a Godard, y los críticos de cine no lo discuten como antes. Quizás, porque eso significaría romper con una convención estética ya establecida, que no necesita de más compresión de la que ya tiene.

El año pasado me tocó ver en la ciudad de Chicago la última película de Godard, In Paraise of Love (2001) - en francés, Éloge de l’amour - y la verdad es que me sentí frente a una película hecha para ser de culto, pero más que nada, ante una de las más bellas excusas que he visto para reflexionar sobre filosofía, amor, historia y arte cinematográfico.

Es conocido que Godard es altamente sospechoso para las grandes masas norteamericana. Por ello la pequeña sala donde me tocó ver esta cinta daba la sensación de una reunión intelectual antes que de un espectáculo cinematográfico. La audiencia era estéticamente especial y la atmósfera solemnemente grave. Apostaría a que muchos de los ahí presente no habían asistido al cine hacía meses esperando una ocasión profética como ésta. Si eso no es un acto de culto, no sé qué otra cosa puede serlo.

La historia que construye Godard en In Paraise of Love es un pretexto para narrar su propia nostalgia por la modernidad, y en ese sentido, es un filme profundamente romántico. Es un relato cuyo primer componente es el desconcierto por los tiempos actuales, y las dos historias que traza la película - una en blanco y negro y la otra a color en video digital - pueden comprenderse como una metáfora de un mundo enceguecido por las promesas incumplidas de la propia modernidad.

Pero Godard no quiere abandonar esa indagación poética de las cosas. Por eso buena parte del metraje aparece como un recitado melancólico, silencioso y desesperado por revivir algún tiempo pasado, en donde los ideales tenían su lugar. Los personajes están vistos desde la desazón y la soledad, desde un mundo que parece construirse por sí solo y en que la pregunta por la unidad desaparece por completo. Y sin embargo, la película desea algo, otra cosa que no es capaz de decir, algo invisible que al final del día queda resonando como una música visual, como una poesía nunca antes vista.
Su acostumbrada tendencia a reflexionar (lo que más recuerdo es una referencia a Hannah Arendt) a ratos sobrepasa con tanta cita ensayística y metáfora poética, y la línea argumental se disipa por la fuerza de cada plano, que por separados construyen su propio relato. Pero ahí reside el hechizo de este fenómeno que es Godard, que nos obliga a sumergirnos en su refugio, en su orden, en su imaginación desatada para explorar, por medio de la palabra y la imagen, los territorios de su inefable universo. Y tal vez sea cierto: no hay más camino que la imagen, la ficción y el amor.
Hay pocas películas que dejen más en claro que filmar es, antes que nada, una cuestión de amor. Filmar es incomodidad frente al mundo, es distancia entre realidad y director, es, al fin de cuentas, un punto de vista comprometido. De ahí la insolencia e inconformismo de Godard por la violenta realidad que nos toca vivir. Para Godard quizás el cine es uno de los último lugares donde puede realizarse una esperanza, donde todavía hay espacio para sueños y admiraciones.

In Paraise of Love es un llamado de atención para recuperar a Godard como fenómeno nuevo e irrepetible. Godard ya no tiene necesidad de mostrar nada a nadie, somos nosotros los que tenemos que volver a pensarlo, a odiarlo o amarlo. Hay motivos de sobra para pensar que este director sigue vivo, abandonado a su propia epifanía, y que va mucho más allá de las teorías y esas cosas. Son sus propias películas las que se han encargado de no reducirlo a un manual de la nouvelle vague.

martes, octubre 18, 2005


No hago películas para agradar al mundo.


“Me repugna mirar todas aquellas caras, la mayoría de ellas sonrientes. Eran caras sin carácter, vacías, muy al estilo Hollywood, absolutamente horripilantes”. Charles Bukowski

Mi debut con el cine de John Cassavetes se produjo en circunstancias derechamente abstractas. No fue en el teatro Normadie ni un Ciclo de Cine Independiente. Llegué a este realizador por recomendación de father George, un cura de Bangladesh de 37 años de edad, que con la fe de un convertido me enseñó una de las películas menos clasificables.

Corría Noviembre del año pasado Estados Unidos. El frió y la nieve, hicieron de esos días los más cinematográficos de todos. La necesidad de conectarse con los monstruos hipnóticos como decía Pasolini, se volvió hábito, y fue algo razonable a la hora de encontrar compañía. Todos los días caminaba a la videoteca de la universidad para encontrar alguna película nueva. La rubia del mesón ya me conocía, y nunca dejó de ayudarme cuando tenía problemas para hallar las cintas. Con el tiempo esas sesiones diarias se tradujeron en obsesión. Me levantaba en la mañana revolviendo en mi cabeza qué película iba a ver, y, con esa misma disposición, vi películas que nunca habría pensado ver, traicionando tal vez muchos de mis planes. En la mitad de los casos se trataban de cintas que ningún cinéfilo serio aceptaría, películas idealizantes que no tenían ninguna otra función que hacer más llevadero los días. Nunca logré, después de todo, escapar a la sensación de simulacro que dejan esos filmes. A eso todavía le doy vueltas, y en parte por eso escribo.

Fue por esos días que inicié un proceso de intercambio cinematográfico con father George. Él también era un asiduo visitante de la videoteca. Una característica, aparte de su peinado regalón y sus anteojos poto de botella, es que cada vez que nos encontrábamos me decía: “I have a masterpiece for you” y, acto seguido, sacaba de entre sus manos, con su cara llena de alegría, una película nueva para mostrarme. Juntos vimos It´s a Wonderful Life –Capra-, The Serchers –Ford-, The Wild Bunch –Peckinpah- y quizá una de las mejores obras Kubrick, Full Metal Jacket. En cambio, yo le mostré cosas más modernas como Contra Viento Marea. A esas alturas, ya se había tendido una amistad entre los dos, y era un clásico que después de la película me invitará un café para conversar.

Un buen día llegó agitado contándome que había visto Faces de Cassavetes, realizador que hasta esa fecha yo sólo conocía de nombre. Al parecer, la cinta le había producido un fuerte efecto de realidad, pues lo vi insólitamente desconsolado, como haciendo señas de algo que no podía creer. Me desalentó, eso sí, saber que no me había esperado para verla juntos; esa era una de las condiciones de nuestra amistad.

La vi sólo finalmente. En Faces –1968- hay un matrimonio en crisis, amigos y cuerpos descontrolados, rostros de dolor y de odio, mentes intoxicadas por el alcohol y un intento de suicidio. La película -rodada en la propia casa de Cassavetes- consigue describir una desolación existencial a través de personajes salvajes, heridos por la vida y al borde de la alienación en algunos casos. Casi toda la acción ocurre en un mismo lugar, en la casa de una mujer, donde la cámara en mano y algunas imágenes desenfocadas, dan la sensación de un ritual desaforado, donde el control emocional sólo puede expresarse a través del cuerpo. Según Eduardo Russo -crítico de cine argentino- Deleuze alguna vez mencionó que el cine de Cassavetes era un cine de los cuerpos, un cine donde la acción va más allá del control cerebral. Se compara su intensidad en el tratamientos de los rostros con el de Dreyer en La pasión de Juana de Arco. La diferencia es que en Cassavetes, detrás de esos cuerpos y rostros, cuesta más descubrir algo, todo luce tal como se muestra, y no parece haber un nivel de apariencia y otro de verdad. La psicología interna parece desvanecerse ante la presencia física de los personajes, que en la película se expresa con la euforia de la autodestrucción. A simple vista, ésta es la película de alguien que no espera mucho de los seres humanos, aunque, como su título lo indica, su fuerza radica en la interrogación que hace a los rostros, como máscaras culturales que, tarde o temprano, perecerán. Faces es una película que posee el espíritu de la generación beat, escupe sobre el "American Way of life". Es un filme de mucho movimiento y humo de cigarro, improvisada al ritmo del jazz y el alcohol, con monólogos catárticos y cuerpos extremadamente cercanos. Como dijo father George, es un filme que parece verdad. En Cassavetes no hay distinción entre arte y vida.

John Cassavetes nació el 9 de diciembre de 1939 y murió el 3 de febrero a los 50 años de edad producto de una cirrosis hepática. Como Bukowski, fue un infatigable gozador, bebedor y fumador. Un fanático del jazz que alcanzó a realizar 12 producciones -Shadows fue su ópera prima en 1958-. Su bajo presupuesto a la hora de filmar y su patético modo de representar la vida norteamericana lo convirtió en el padre de la escena underground y figura insigne del cine off-Hollywood, que más tarde llamarían independiente. Fue dramaturgo, actor y pintor, y uno de los cineastas más importantes de las últimas décadas.

Father George me dijo que Dios estaba olvidado, principalmente en películas como Faces. No sé. Quedémonos con una idea del propio cineasta: “No hago películas para agradar a todo el mundo, sino para que cada espectador entienda lo que tiene de humano.”

sábado, julio 02, 2005

Pierrot le Fou












Recuerdo, cuando chico, haber sido un admirador profesional. Casi todas las cosas que me gustaban, las admiraba al mismo tiempo. Admiraba a los rockeros, a los amigos inteligentes, al protagonista de “The catcher in the rye”, a mi hermano grande y a cuanto héroe de cine había por ahí. Lo mejor era que admiraba sin preocupación por lo que pensaran los demás. La admiración me confería una suerte de dignidad, me entregaba a ella sin dudas ni vergüenzas. Reinventaba constantemente a mis héroes, y al no poder ser como ellos, me producían una mezcla perfecta entre alegría y pena. A través de ellos, admiraba y contemplaba. Había.

En nuestros días, ¿a quiénes o qué admiramos? Dicen que cada época tiene los héroes que se merece. Lo cierto, sin embargo, es que la admiración no está de moda. Es una de esas palabras que hoy, con el solo hecho de nombrarla, escandaliza. Se asocia a fanatismos e idolatrías. Eso, probablemente, se explica por los tiempos que vivimos, individualistas y sin grandes maestros. La admiración va a contrapelo de un estilo de vida de “avanzada”, en el cual no habría que depender de nada ni de nadie, salvo de nuestra perfección. Hoy, pocos se atreven a vivir la admiración y nada aparece como digno de exaltación. Preferimos vivir prescindiendo de los demás, ubicándonos en zonas seguras, pero revocables. El ideal pasa a ser la autosuficiencia. Lo que nos interesa ya no es tanto cambiar el mundo, sino –como alguna vez oí- que el mundo no nos cambie a nosotros.

Pero, pensándolo bien, creo que la admiración es mucho más que una simple idealización. Implica una cercanía con lo que nos rodea, una toma de conciencia y un extrañarse con lo de afuera. Cuando admiramos, no podemos corrernos: tarde o temprano habrá que tomar partido, porque la admiración implica casi siempre alguna dosis de responsabilidad. Frente a lo admirado no podemos cerrar los ojos ni hacer un zapping; es como un compromiso sin retribuciones.

En la película Adaptation –2003- se dice al respecto algo que me gusta:que cuando uno tiene una pasión de verdad, algo a lo cual admirar, el mundo se vuelve más pequeño y manejable. Y no importa si tu pasión son las conchas de mar o regar maceteros secos, lo central es desprenderse de sí mismo. Eso, más o menos, me pasaba cuando niño. El mundo era del porte de mis admiraciones, ni más feo ni más lindo. El mundo era, esencialmente, una realidad susceptible de ser admirada.

Sí, ya lo sé. Esa pasión y admiración de la que habla la película y de la que he hablado yo, de pronto sólo existe en el cine y en nuestra mágica niñez. Pero como dice Jean-Luc Godard en Pierrot le Fou –1965-, por qué todo tiene que ser tan prosaico y no puede ser como en el cine. Por qué hay que endurecerse y, al mismo tiempo, perder la inocente admiración.

Como ven, la admiración sea quizás una nostalgia enfermiza y trasnochada, inmadura e idealista, adolescente y metafísica. Pero, ¿quién sabe? En una de esas todo un mundo se nos escapa de las manos cuando nos resistimos a la admiración.

Pido perdón por decir eso.
Ese “perdón” va en admiración a una gran amiga.