domingo, abril 30, 2006

Crónica visual


Generalmente después de ver una película viene otra, igual o más importante que la primera, que componemos nosotros mismos en la micro, en un tema que nos gusta, en el diálogo con un amigo o en los borrosos pensamientos de la noche antes de dormir. Tras ver un buen filme, llega un tiempo de recuperación, de contacto intimo entre pensamiento e imagen. Llegan las sugerencias y las reacciones, la vibración del arte y las ganas de crear. Cuando aquello que vemos en la pantalla se acomoda a nuestros deseos, experimentamos un goce sublime; y cuando no se acomoda, lanzamos nuestro repudio contra la película. Como espectadores nos comprometemos con cada proyección como si fuera una acuerdo afectivo y experimentamos el movimiento de las imágenes con el temor incluso de la locura, de perdernos en nuestras propias epifanías y fascinaciones.

¿Qué nos impide muchas veces construir un discurso racional sobre una película? ¿A través del ejercicio de la crítica podemos dar a conocer nuestras autentica impresión de una obra? ¿La escritura compensa en algo nuestra experiencia personal con del filme? Creo que estas cuestiones tienen que ver con algo desmesurado y radical que tiene el cine, con algo que esta al margen de nuestra capacidad de configurar nuestra experiencia de una película por medio de la escritura. Tiene que ver con la visualidad, con un lugar que incluye lo pensable e impensable, el espejismo y la realidad, lo delirante y lo normal. La experiencia de una imagen puede ser tan irreflexiva y obsesiva como ese primer latido que aparece al ver una linda mujer.

Observar es la primera actitud que desarrollamos para enfrentar lo que nos rodea. Mirar a nuestro al rededor es algo tan involuntario e imperceptible como respirar. Pero así como se educa el oído o el habla, también se educa el ojo. Lo que resalta a la vista al contemplar a un joven paseante en el paseo Ahumada o a una anciana regando sus plantas, no es pura casualidad y contingencia, sino el fruto de un cierto adiestramiento visual. Nuestro mirar esta amarrado a años de educación y a diversas anteojeras culturales. El ojo se construye, crea su propia rutina visual, su propio telescopio que le permite no sólo bautizar e identificar las cosas, sino también hallar la tranquilidad y seguridad necesaria. Lo que queda fuera de ese circuito visual, lo no enfocado, como que nos altera y trastoca. La novedad nos choca, nos genera perplejidad. Lo ambiguo e indeciso molesta, porque estamos más habituados a la forma pensada y armonizada, a las cosas ya amasadas por el ojo. Nos refugiamos en la certeza de lo nombrable y cuesta apostar a lo nuevo, a esa belleza que no esta en nuestro campo visual. La fuerza de algunas películas u otras manifestaciones artísticas, es justamente esa capacidad de zambullirse sobre lo real, de cachetear esa mirada gastada de todo los días y de despertarnos del embobamiento. Una película puede darse el lujo, como una niña con su diario de vida, de re-nombrar las cosas, de teñirlas de nuevos sentidos y de separarlas de sus funciones y atribuciones tradicionales. La escena, por ejemplo, de una barco de madera en la punta de monte amazónico puede literalmente transgredir nuestra costumbre, puede dejar al órgano óptico sin referencia, al descampado, completamente al desnudo, lejos de los modelos en los que se ha formado. Esa es la obsesión, lo desbordado que contiene lo visual: advertir que determinadas cuadros pueden situar la mirada en lugares imposibles, no previsto antes.
Hablando este tema con una amiga, me comentó que era como pensar en un color que nunca has visto, algo que, por supuesto, suena imposible, pero al mismo tiempo extremadamente hermoso. Dijo que eran actos de rebeldía, como sacarle la lengua a lo real.
Creo que las cosas que llegan a la mente después de ver un film no sólo tienen que ver con una de las posibilidades del cine, sino también con un deseo desmedido y secreto del espectador - y del cual nadie podría hacerse el tonto o el desentendido - de permanecer en el borde, de acometer contra lo real, de escapar a las reglas y de reírse por un segundo de sí mismo. El único error imperdonable sería sustituir este placer indescriptible de ir al cine por una crítica empeñada en certificar las películas de buenas o malas. Sería desastroso transformar el mundo del cine en un manual de conceptos. “El único filme que verdaderamente tengo ganas de hacer no lo lograré nunca porque es imposible. Es un Filme de amor, sobre el amor con el amor” (JL Godard)

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