
Todos las películas tienen algo de documental: de un contexto, de una sociedad, de una país, etc. Truffaut alguna vez dijo “todo buen film debe expresar simultáneamente una idea sobre el mundo y una idea sobre el cine”. Como sea, la mayoría de las películas son el testimonio de algo, en último término, documentalizan la posición de quienes hacen la obra. Sin embargo, en las cintas documentales la materia prima esencial es el mundo que les rodea. Existe algo que llamamos “realidad” y ese algo es lo que pretende captar en toda su inasibilidad la cámara cinematográfica del documentalista. Es una cámara que se esmera por “estar allí”, en el segundo y lugar preciso, más allá de los montajes u otras técnicas. Pero si existe alguna obligación del documental, esa no es reflejar la realidad precisamente – ¿quién puedo hacer eso?- sino más bien explicitar y ofrecer una mirada honesta y limpia sobre esa realidad que quiere mostrar.
El documental chileno El hombre Aparte (Bettina Perut e Iván Osnovikoff), es un buen ejemplo de lo que venimos hablando. Es la historia del ocaso de Ricardo, una suerte de héroe trágico que alcanzo a ser un reconocido ex promotor de Martín Vargas, pero que ahora busca el reconocimiento que la sociedad nunca le brindó. No se conforma con el olvido y la soledad, con la desdicha del paso del tiempo y su vejez. Por eso, y a pesar de su evidente angustia e inconformidad frente mundo, la esperanza de este hombre robusto sigue en pié. Así, el filme se convierte en un angustiante y por momentos formidable relato sobre la vida de este promotor de boxeo, que deambula por Santiago abatido por la muerte que lo espera y sus fantásticos sueños.
La principal fortaleza del El hombre Aparte es la premisa antropológica que a mi juicio puede vislumbrarse, protegiendo a la obra de cualquier sensacionalito periodístico. La premisa queda expresada en la última y quizá más fuerte - visual y humanamente hablando - escena del documental: vemos a Ricardo en un cuarto oscuro, completamente sólo y desnudo ante el televisor quedarse dormido. Esta imagen final refleja que nada, ni los programas de televisión ni la certeza de los buenos tiempos de su vida que se han ido para no volver, le permiten vivir en paz. Ricardo, al fin de cuentas, es el artífice de su propia desgracia, un hombre lleno de buenas ideas y sentimientos, pero como todo ser humano normal, cargado también de traición, ingenuidad, odio y absurdo. El protagonista de este documental prueba como el odio y la soledad puede convertirse en nuestro mejor arte, en lo único seguro de la vida.
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